No podía olvidarlo,
¿cómo lo iba a olvidar? Se pasó su infancia jugando en el mismo árbol,
repitiendo el mismo nombre. Ese árbol con esos símbolos grabados en él eran sus
únicos recuerdos de paz. El resto de su vida o no la recordaba o no la quería
recordar. Se quedó quieto mirando al árbol, mientras el sol empezaba a secar
los charcos de barro. El hedor que desprendía el bosque era duro de aguantar, a
azufre, abeto y excrementos humedecidos.
La lluvia había parado, no se podía quedar allí,
en el límite con Ozing, estaba prolongando demasiado su descanso, y quién sabe si ahora la bestia saldría de su cueva para volver a
por su presa. Se despidió mirando por última vez a los símbolos de su infancia
y marchó arrastrándose con sus brazos de león.
En El Bosque los sonidos
brillaban por su ausencia, al contrario que en cualquier bosque en el que los
pájaros cantan alegres y los grillos y las chicharras componen canciones
melodiosas. El chico podía sentir la mirada de los animales acechándole desde
lo más alto de los árboles, el sol descendía veloz, como el tiempo cuando queda
poco. La luz era absorbida por la oscuridad mientras el joven no dejaba de
penetrar al corazón del bosque. Pronto llegó la noche, el cielo ennegreció y por
fin comenzó a sonar la fauna, criaturas nocturnas merodeaban por todos lados.
El chico no estaba asustado, no tenía nada que perder, y además, estaba
acostumbrado a la oscuridad y al hambre. La sensación del barro frío en sus
dedos era agradable, en realidad cualquier cosa era más agradable que el tacto
del hierro. Su vista se adaptó rápidamente a la nueva situación y pudo ver
criaturas con alas y dientes afilados en los árboles, había decenas, y en el
suelo había centenares de insectos que nunca antes había visto. Limpió de barro
su mano en su espalda, alargó el brazo hacia delante, y cogió uno de esos
bichos de unas dimensiones cercanas al tamaño de su mano, del primer mordisco
le arrancó el caparazón, luego succionó su interior, cogió otro del mismo tipo,
y otro, su sabor era repugnante, pero comerlos le ayudaría a sobrevivir.
Pero también necesitaba
un escondite, siguió arrastrándose. Pronto llegó a un claro iluminado por la
luna, siguió arrastrando sus pesadas piernas que le parecían las de un
hipopótamo por la tierra húmeda hasta que llegó al centro del claro, allí había
un pozo, con agua, pasaría allí la noche.
El pozo era su escondite
favorito cuando de pequeño jugaba en El Bosque, era capaz de aguantar varios
minutos bajo el agua, como un cocodrilo, nunca nadie le encontró, y ahora,
después de años intentando dejar de respirar para morir, estaba más que
entrenado para engañar a sus captores. Entrando al pozo volvió a ver el jeroglífico,
lo que le recordó el significado de su nombre. Entró en el pozo y se sujetó con
los brazos haciendo palanca en las paredes circulares. Entonces, bajo el agua,
notó sus piernas por primera vez, sintió la necesidad de salir afuera y
comprobar que podía andar, pero al asomar levemente la cabeza pudo notar una
mirada salvaje, iluminada por la luz de la luna, la mirada de la bestia más
feroz de Ozing.