Cuando no tienes nadie a quién decirle nada, le hablas a tus folios. Ellos no te responden, pero te escuchan. Cuando tu sombra es la única que se mueve, tienes que darle la espalda, e ir hacia la luz para escribir. Ir hacia la luz para seguir viviendo en calma, para tranquilizar tu alma.
No sé como, pero lo de anoche fue el paraíso y ahora que lo he probado, la vida normal me es deleznable. Estoy agotado, hago la cama con mis temblorosas manos, quedan arrugas, pero no me importa, nadie a parte de mi sombra las va a ver. Nadie conoce mi historia, ni yo conozco ninguna historia a la que compararla, quizá haya más gente como yo ahí fuera. Acabé aquí por mi culpa, estoy pagando a un Dios que no sé si existe por mis pecados, estoy ganándome el perdón de quién dice hablar en nombre de una razón que no objetiva. Todo es oscuro en esta prisión imaginada. Sin ventanas de cristal, sin puertas de madera. Solo barrotes que indican el camino hacia el cielo y hacia el infierno. Yo me he condenado a mí mismo, otra vez. Lo único que no me merecí fue nacer. Mi lengua me trajo aquí, la misma con la que sentí el amor a través de un beso, la misma que me hace pensar que esta vida merece la pena.
La dualidad marca mi vida. Soy yo quién toma las decisiones, pero no soy yo quien conoce sus repercusiones. Culparme a mi mismo no tiene sentido. Tampoco culpar a otro. Al final del camino no hay culpables, sólo dolor. Cargamos con sacos pesados hasta que los echamos al suelo, y ahí es cuando percibimos el daño en nuestras espaldas. Pero aunque la espera duela, el tiempo acaba difuminando el dolor y acabamos levantándonos de la cama para hacerla con pasión, dejándola lisa. Saliendo a respirar el aire de la ventana, sintiendo la brisa. Para entonces ya hemos cambiado, nuestra lengua tiene miedo de llevarnos otra vez al mismo estado. Por eso se mueve más despacio y besa con mucho más cuidado.
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