sábado, 28 de septiembre de 2013

Verdes.

Me despierto. Cojo las gafas de la mesita y con las legañas todavía en los ojos, adquiero una visión borrosa del entorno que me rodea. Todavía tumbado en la cama, con un sudor frío en la nuca, el pelo revuelto y los calcetines por encima del pantalón, respiro dificultosamente del espeso aire que quedó ayer encerrando en mi habitación. Desplazo lateralmente las piernas y busco en la oscuridad del amanecer mis zapatillas de estar por casa con las puntas de los los dedos gordos de los pies, evitando con el mayor cuidado el frío suelo de mármol. Las encuentro, me levanto intentando no forzar en exceso ningún músculo para no permanecer contracturado todo el día y me dirijo a subir la persiana. La luz traspasa el cristal y me quema las pupilas. Desciendo la vista hacia el suelo hasta que se acostumbran a la poderosa presencia del sol en el horizonte que da luz a los objetos y me vigila desde la ventana. Me doy cuenta de que mi boca está pastosa y me apresuro al baño a enjuagarla con agua y lavarme los dientes. Entonces percibo un temblor corporal a la altura de mi ombligo y rápidamente deambulo tropezando con las esquinas en la oscuridad del pasillo hasta que llego a la cocina y rebusco en la nevera el cartón de leche sin lactosa. Me siento con una taza, una cuchara, colacao, galletas y el cartón. Vuelvo a recobrar la vida cuando de unos pocos sorbos y mordiscos hago desaparecer la mezcla de alimentos en mi boca. Es entonces cuando vuelvo a poder pensar con serenidad. Y es entonces cuando en mi mente vuelven a aparecer sus ojos. Y ya no desaparecen hasta que vuelvo a despertar, lejos de ese verde, otro día más.

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