Y otra más. Tras ochenta repeticiones, sus músculos dejaron de responder. Cayó de rodillas al suelo, una gota de sudor bajó por su frente y él subió la cabeza para mirar desafiante a la barra que, junto con la gravedad, le planteaba un reto constante. Saltó de las rodillas a los pies, en cuclillas, un impulso y otra vez arriba, colgado, quieto. Intentó subir una vez más, pero sus brazos no le dejaban, decidió mantenerse en el aire, inmóvil, hasta que sus dedos se resbalaran. Tras un cuarto de hora, volvió a caer, con los brazos temblorosos. Miro las palmas de sus manos, enrojecidas por la fricción, entumecidas por el esfuerzo. Así acabó el entrenamiento ese día. Se levantó y fue a coger una naranja del frigorífico, el frío relajó levemente sus músculos. Arrancó y escupió la piel con sus dientes afilados, una vez desnudó la fruta, la tragó de un solo bocado, no le supuso esfuerzo, las proporciones de una naranja no suponían nada para él.
Se repetía que valía la pena, en su mente, sin parar. Todo este esfuerzo tendrá una recompensa, repetía una vez tras otra. Otra naranja, un litro de agua, cuatro chuletas de cordero, seis huevos fritos y otra vez a la barra.
Para él, los días pasaban rápido bajo esta monotonía, pero no para su preso, que vivía a diario en el infierno. Éste tendría unos quince años, estaba en la edad de salir a jugar con sus amigos, pero en lugar de eso, pasaba los días encerrado en una caja de metal con un agujero del tamaño de una pelota de golf para respirar, y meter sopa triturada. Lo suficiente para sobrevivir. Su destino ya estaba escrito, nunca saldría de esa caja, si hubiese podido se habría suicidado hacía mucho. Él no lo sabía, pero llevaba en esa caja más de dos años, había perdido toda su fuerza y todos sus músculos, subsistía gracias a sus instintos, que no le permitían cerrar la boca cuando llegaba la comida.
Años atrás era un chico feliz, envuelto en regalos todas las navidades, hasta aquella navidad en la que la chimenea no se encendió, esa navidad, llegó él. Cuando alcanzó la puerta la derribó, su padre y su madre se quedaron sentados, esperando el fin, conocían su destino, una muerte horrible a manos del monstruo más fiero de aquél rincón llamado Ozing.
Aquél monstruo, nadie sabe si por piedad o por el placer de verle sufrir durante años, dejó vivir a aquél niño. Encerrado, sin dignidad, sin valores, con una sola cosa en la mente, la muerte. Pasaron años, y el gran monstruo siguió con su entrenamiento, cada año que pasaba, era más grande. Y aquél niño de nombre desconocido, más pequeño. Esta bestia no tenía un nombre, sin amigos, nadie necesita un nombre.
Y llegó el día, en Ozing una gran tormenta se estaba formando. El cielo ardía, rojizo, y luces descendían acompañadas de sonoros golpes. En cuanto la bestia lo escuchó, empezó a gruñir palabras en un idioma arcaico, se arrodilló y empezó a golpear el suelo. Golpes de terror que hacían que el suelo se moviera, que la jaula temblara. Más y más golpes hicieron que incluso la jaula del niño, que ahora ya tenía veinte años, se tambaleara y cayera de costado. Cuando el monstruo percibió que la jaula se cayó de lado corrió a ponerla en su sitio.
La bestia estaba inquieta, sabía que esa tormenta no traería nada bueno. Y entonces, hizo algo incomprensible. Abrió la caja del niño, lo sacó de ella y lo arrastró hasta la calle, lo dejó allí, bajo la lluvia y los truenos, ante una muerte segura. Se había cansado de él, o quizá pensó que la traía mala suerte y por eso había llegado Dios con su furia.
La puerta se cerró de un fuerte golpe metálico, del cielo caía un mar que incluso le dificultaba la respiración al joven. Sus piernas no le dejaban casi moverse, empezó a andar y todo le dolía, cayó al suelo y siguió arrastrándose. Deslizándose a través de los hierbajos. Aquél pueblo, Ozing, ya no era nada, las casas en las que él había estado jugando con sus amigos en sus niñez ahora eran pasto de las llamas, cenizas mojadas bajo el día del juicio final. Entonces, como por arte de magia, una luz se encendió en el cerebro del chico, una tenue luz que iluminó todo su interior, un valor, que le animaba a continuar. Un instinto humano distinto al hambre despertó en él por primera vez en siete años. Venganza.
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