miércoles, 18 de diciembre de 2013

El pozo.

No podía olvidarlo, ¿cómo lo iba a olvidar? Se pasó su infancia jugando en el mismo árbol, repitiendo el mismo nombre. Ese árbol con esos símbolos grabados en él eran sus únicos recuerdos de paz. El resto de su vida o no la recordaba o no la quería recordar. Se quedó quieto mirando al árbol, mientras el sol empezaba a secar los charcos de barro. El hedor que desprendía el bosque era duro de aguantar, a azufre, abeto y excrementos humedecidos.
La lluvia había parado, no se podía quedar allí, en el límite con Ozing, estaba prolongando demasiado su descanso, y quién sabe si ahora la bestia saldría de su cueva para volver a por su presa. Se despidió mirando por última vez a los símbolos de su infancia y marchó arrastrándose con sus brazos de león.


En El Bosque los sonidos brillaban por su ausencia, al contrario que en cualquier bosque en el que los pájaros cantan alegres y los grillos y las chicharras componen canciones melodiosas. El chico podía sentir la mirada de los animales acechándole desde lo más alto de los árboles, el sol descendía veloz, como el tiempo cuando queda poco. La luz era absorbida por la oscuridad mientras el joven no dejaba de penetrar al corazón del bosque. Pronto llegó la noche, el cielo ennegreció y por fin comenzó a sonar la fauna, criaturas nocturnas merodeaban por todos lados. El chico no estaba asustado, no tenía nada que perder, y además, estaba acostumbrado a la oscuridad y al hambre. La sensación del barro frío en sus dedos era agradable, en realidad cualquier cosa era más agradable que el tacto del hierro. Su vista se adaptó rápidamente a la nueva situación y pudo ver criaturas con alas y dientes afilados en los árboles, había decenas, y en el suelo había centenares de insectos que nunca antes había visto. Limpió de barro su mano en su espalda, alargó el brazo hacia delante, y cogió uno de esos bichos de unas dimensiones cercanas al tamaño de su mano, del primer mordisco le arrancó el caparazón, luego succionó su interior, cogió otro del mismo tipo, y otro, su sabor era repugnante, pero comerlos le ayudaría a sobrevivir.
Pero también necesitaba un escondite, siguió arrastrándose. Pronto llegó a un claro iluminado por la luna, siguió arrastrando sus pesadas piernas que le parecían las de un hipopótamo por la tierra húmeda hasta que llegó al centro del claro, allí había un pozo, con agua, pasaría allí la noche.

El pozo era su escondite favorito cuando de pequeño jugaba en El Bosque, era capaz de aguantar varios minutos bajo el agua, como un cocodrilo, nunca nadie le encontró, y ahora, después de años intentando dejar de respirar para morir, estaba más que entrenado para engañar a sus captores. Entrando al pozo volvió a ver el jeroglífico, lo que le recordó el significado de su nombre. Entró en el pozo y se sujetó con los brazos haciendo palanca en las paredes circulares. Entonces, bajo el agua, notó sus piernas por primera vez, sintió la necesidad de salir afuera y comprobar que podía andar, pero al asomar levemente la cabeza pudo notar una mirada salvaje, iluminada por la luz de la luna, la mirada de la bestia más feroz de Ozing. 

Dualidades inventadas

Cuando no hay nada que contar, la mente inventa. Nunca dejará de haber algo nuevo que inventar. Es la ventaja de la mortalidad que caracteriza al ser humano. 
He estado viviendo siempre entre mentiras, me dijeron que era normal, también me dijeron que era diferente, ninguna de estas afirmaciones es cierta. Soy como todo el mundo, raro, y es que ser normal es ser diferente. Para pertenecer a un grupo tienes que ser un ser único, y no varios seres a la vez. 
Aun así comprendí que hay grados en esto de ser diferente. Y también hay distintas maneras de ser diferente. Hay quien simplemente viste raro, y le llaman diferente, pero solo quiere llamar la atención de los normales y eso le hace ser normal. 
Quién es realmente diferente es, quién lo es siendo normal. Quien no se esfuerza por serlo, quien simplemente quiere vivir y disfrutar haciendo lo que tenga que hacer para ser feliz, ese es único. Si quieres ser normal solo tienes que intentar parecerte a los demás.  Pero cuando aceptas que todos somos únicos y que es imposible ser normal, es cuando dejas de ser normal. 
Por ese motivo escribo todo esto, para ser único, y por lo tanto ser como todos. 

martes, 17 de diciembre de 2013

El escondite.

En realidad no quería seguir viviendo, pero ahora un impulso más grande que toda esa desesperanza le guiaba. Arrastró su cuerpo por las cenizas, deslizó su carne desnuda por las piedras y el barro. La tormenta no cesó, se podría incluso decir que aumentó en ferocidad. Quizá alguien allá arriba no le quería fuera de su fría y gris caja. Pero eso no importaba, siempre y cuando él pudiera seguir eludiendo su destino, siempre que esa pequeña luz que se encendió en su cerebro al caer bajo la lluvia no se desvaneciera. 
Ozing era un pueblo rodeado por un bosque al que llamaban, El Bosque. Lo llamaban así porque no había otro bosque, la gente de Ozing, era de Ozing, y no tenían porqué siquiera saber que existían nada a parte de Ozing. Los charcos eran cada vez más profundos, si no se conseguía poner de pie, acabaría ahogándose en cinco centímetros de profundidad. Entonces vio al fondo el árbol donde de pequeño solía jugar al escondite, allí era donde esperaba que los demás se escondieran. Imaginó por un momento que volvía a esa época, en la que todavía tenía la esperanza de ser feliz. Pero no dejaba de llover, y su mente volvió rápidamente a la realidad. Su corazón latía tan rápido como el de un animal perseguido por su depredador. Un devastador rayo cayó a diez metros de él, sobre el pararrayos de una casa derrumbada, y sus glándulas suprarrenales liberaron tanta adrenalina que adquirió la fuerza de un león en los brazos. Impulsó todo su cuerpo, sus piernas le resultaban tan pesadas como las de un hipopótamo, pero eso no le impedía seguir avanzando, abrió la boca bajo el sol y la lluvia, como un cocodrilo, y bebió tanta agua como quiso. Siguió arrastrándose con los brazos y sufriendo el roce de las piedras y la gravilla del suelo hasta que llegó a los árboles. Allí apoyó la espalda contra el tronco que en su infancia utilizaba para contar hasta cien. Escuchó durante horas los truenos caer, mirando a sus pies, sin poder moverlos. Observando, sin sentir nada, todas las heridas de sus piernas.  
Al menos no moriría de sed, pero debía de encontrar el modo de no morir de hambre antes de que fuera demasiado tarde. Entonces se giró a mirar el árbol y vio algo escrito, algo que él escribió en su infancia, algo que todavía estaba en el olvido, pero que de repente le recordó que debía de seguir luchando. 

lunes, 16 de diciembre de 2013

Ozing y la bestia.

Y otra más. Tras ochenta repeticiones, sus músculos dejaron de responder. Cayó de rodillas al suelo, una gota de sudor bajó por su frente y él subió la cabeza para mirar desafiante a la barra que, junto con la gravedad, le planteaba un reto constante. Saltó de las rodillas a los pies, en cuclillas, un impulso y otra vez arriba, colgado, quieto. Intentó subir una vez más, pero sus brazos no le dejaban, decidió mantenerse en el aire, inmóvil, hasta que sus dedos se resbalaran. Tras un cuarto de hora, volvió a caer, con los brazos temblorosos. Miro las palmas de sus manos, enrojecidas por la fricción, entumecidas por el esfuerzo. Así acabó el entrenamiento ese día. Se levantó y fue a coger una naranja del frigorífico, el frío relajó levemente sus músculos. Arrancó y escupió la piel con sus dientes afilados, una vez desnudó la fruta, la tragó de un solo bocado, no le supuso esfuerzo, las proporciones de una naranja no suponían nada para él. 
Se repetía que valía la pena, en su mente, sin parar. Todo este esfuerzo tendrá una recompensa, repetía una vez tras otra. Otra naranja, un litro de agua, cuatro chuletas de cordero, seis huevos fritos y otra vez a la barra. 
Para él, los días pasaban rápido bajo esta monotonía, pero no para su preso, que vivía a diario en el infierno. Éste tendría unos quince años, estaba en la edad de salir a jugar con sus amigos, pero en lugar de eso, pasaba los días encerrado en una caja de metal con un agujero del tamaño de una pelota de golf para respirar, y meter sopa triturada. Lo suficiente para sobrevivir. Su destino ya estaba escrito, nunca saldría de esa caja, si hubiese podido se habría suicidado hacía mucho. Él no lo sabía, pero llevaba en esa caja más de dos años, había perdido toda su fuerza y todos sus músculos, subsistía gracias a sus instintos, que no le permitían cerrar la boca cuando llegaba la comida. 
Años atrás era un chico feliz, envuelto en regalos todas las navidades, hasta aquella navidad en la que la chimenea no se encendió, esa navidad, llegó él. Cuando alcanzó la puerta la derribó, su padre y su madre se quedaron sentados, esperando el fin, conocían su destino, una muerte horrible a manos del monstruo más fiero de aquél rincón llamado Ozing
Aquél monstruo, nadie sabe si por piedad o por el placer de verle sufrir durante años, dejó vivir a aquél niño. Encerrado, sin dignidad, sin valores, con una sola cosa en la mente, la muerte. Pasaron años, y el gran monstruo siguió con su entrenamiento, cada año que pasaba, era más grande. Y aquél niño de nombre desconocido, más pequeño. Esta bestia no tenía un nombre, sin amigos, nadie necesita un nombre. 
Y llegó el día, en Ozing una gran tormenta se estaba formando. El cielo ardía, rojizo, y luces descendían acompañadas de sonoros golpes. En cuanto la bestia lo escuchó, empezó a gruñir palabras en un idioma arcaico, se arrodilló y empezó a golpear el suelo. Golpes de terror que hacían que el suelo se moviera, que la jaula temblara. Más y más golpes hicieron que incluso la jaula del niño, que ahora ya tenía veinte años, se tambaleara y cayera de costado. Cuando el monstruo percibió que la jaula se cayó de lado corrió a ponerla en su sitio. 
La bestia estaba inquieta, sabía que esa tormenta no traería nada bueno. Y entonces, hizo algo incomprensible. Abrió la caja del niño, lo sacó de ella y lo arrastró hasta la calle, lo dejó allí, bajo la lluvia y los truenos, ante una muerte segura. Se había cansado de él, o quizá pensó que la traía mala suerte y por eso había llegado Dios con su furia.
La puerta se cerró de un fuerte golpe metálico, del cielo caía un mar que incluso le dificultaba la respiración al joven. Sus piernas no le dejaban casi moverse, empezó a andar y todo le dolía, cayó al suelo y siguió arrastrándose. Deslizándose a través de los hierbajos. Aquél pueblo, Ozing, ya no era nada, las casas en las que él había estado jugando con sus amigos en sus niñez ahora eran pasto de las llamas, cenizas mojadas bajo el día del juicio final. Entonces, como por arte de magia, una luz se encendió en el cerebro del chico, una tenue luz que iluminó todo su interior, un valor, que le animaba a continuar. Un instinto humano distinto al hambre despertó en él por primera vez en siete años. Venganza. 

sábado, 14 de diciembre de 2013

Ensoñación

Imaginé que metía las manos en sus bolsillos y ella no las apartaba, yo la levantaba.
Deslizaba mi barbilla pasando por su obligo...
Hasta sus hombros, removiendo su vestido con el roce...
Y los mordía. 
Arrastraba hacia arriba mis diez dedos por su espalda desnuda. 
Cortando sus maullidos, dejándola muda, paralizada...
Moví mis dientes al cuello y cerró los ojos, y luego a su pelo. 
Lo olí y endurecí...
Me apreté contra ella, una estrella.
Miré entonces directamente a sus ojos y antes de perderme...
Salté a comerme sus labios...
Primero los de la cara.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Déjame respirar

Abre la puerta con una mano, con la otra sostiene un candelabro que ilumina levemente la madera roída por los años de la antigua mansión que una vez perteneció al abuelo de su abuelo. Las paredes están llenas de cuadros al óleo, con un fondo de papel decorativo con patrones barrocos. Las telarañas se acumulan en los techos, la humedad condensa el ambiente. Sillas de madera con respaldos demasiado alargados y mesas excesivamente amplias, sonidos de madera crujiendo, imágenes de un pasado lejano en el olvido. 
Deja atrás el gran comedor y llega a las escaleras de caracol que conducen hacia la planta subterránea. Aquí la oscuridad aumenta y la llama de la vela se acentúa. Siente un soplido en la nuca y se gira, es el abuelo de su abuelo, en un cuadro de la pared, sonriendo alegremente, como si nunca fuera a morir. Vuelve a mirar hacia el interior del cuarto, a sus lados barriles de vino, envueltos en polvo y telarañas, al fondo un marco sin nada en su interior, solo oscuridad. Da unos pasos hacia delante y siente algo blando bajo sus suelas, enfoca la vela hacia abajo para mirar y ésta cae al suelo. Siente un frío intenso y se agacha para cogerla lo más rápido que puede, se ha roto y ya no queda mucho de ella. Comprueba que bajo sus pies solo hay madera, y que todo había sido una rara sensación. Se acerca paso a paso al marco oscuro. Cada paso supone más oscuridad tras de sí, pero no más claridad tras el marco. Llega al borde del marco, en una mano la mitad de una vela a punto de consumirse, con ésta enciende el otro trozo, ahora tiene dos, una la lanza a través de la puerta, pero su luz se extingue de súbito al traspasar el marco, la que tenía en la otra mano la devuelve junto al resto de su cuerpo. Entonces, con delicadeza, mete la mano en la que tiene la vela y ve como se apaga la última luz de su esperanza. Entre tanta oscuridad, siente frío, agobio, impotencia y corre hacia atrás hasta que ve una luz, es una vela en una pared, ¿qué hace una vela en esa pared? la coge y sigue hacia las escaleras, pero no están, mira al fondo y hay un marco de puerta con un interior negro. Sigue hasta el marco, se desespera, se vuelve a girar, vuelve atrás, ve otra pared, con otro marco negro, en un momento se encuentra rodeado de paredes desnudas con portales oscuros. La vela se está a punto de consumir en su mano, se acerca a uno de los marcos negros y siente el frío en su cuerpo, la vela se apaga y él entra por la puerta, al mundo de las sombras. Siente el vacío bajo sus pies, una caída ilimitada, un infinito final entre la negrura más intensa, la muerte. 

El Único.

Solitario, como el sol. Desprende luz, es un tipo un tanto extraño. Camina por las calles con las manos en los bolsillos mirando a través de sus gafas de pasta, juzgándolo todo. Nadie le quiere cerca, él, quema. Los árboles se prenden a su paso, los perros le ladran, pero no se acercan. El tiempo se para cuando pasa él, le llaman, el Único. 
Se sentó en el banco y esperó a que pasara alguien. Una chica muy guapa llegó, meneando su trasero de un lado a otro, haciendo flotar su holgada minifalda blanca. Su melena rubia ondeando en el aire, su belleza angelical, su rostro perfecto, con perlas en su boca y diamantes verdes bajo sus cejas. El destrozador bajó lentamente sus gafas de sol y miró el espectáculo boquiabierto. Se preguntó: ¿Cómo puede ser un ser tan bello? Se enamoró. La miró y sonrió. Ella respondió con otra sonrisa, se sentó a su lado y le preguntó por su procedencia, el le contó que venía de otro planeta, un planeta en el que la belleza no era tan asombrosa como en este. La chica sonrió humildemente, confusa, medio asustada. Él volvió a hablar '¿De dónde eres tú?' la chica le contó la verdad, ella era de esa misma calle, había nacido allí hacía dieciocho veranos y diecisiete inviernos. 
Él no pudo resistirlo durante más tiempo, un fuego le ardía el vientre, el sol que había estado desprendiendo ahora lo tenía dentro de su estómago, tenía que sacarlo. Abrió la boca y salió un amarillo rayo de luz que iluminó la cara de la chica. Esta se asustó y se echó atrás en el banco. Pero no pudo ir más lejos, porque él ya la tenía agarrada por la cintura. La llevó hacia sí mismo y le pasó su fuego interno. Ambos ardieron en un instante y renacieron de las cenizas para mirarse a los ojos. La pasión fue tal, que cuando el beso acabó ya no estaban en el banco, sino en una cama. Se frotaron, se acariciaron, se besaron, se mordieron, se chuparon. Las sábanas naranjas sobre la espalda de él, rojas bajo la espalda de ella. Contaron uno, dos, tres, perdieron la cuenta. Y al acabar, todo se apagó. El Único había perdido su luz, un aura gris le rodeaba ahora, entre cuatro paredes oscuras y una ventana cerrada, junto con su chica, se abrazaron, para evitar el frío del amor. 

Ralón.

Entre dos montañas está Ralón, dividido por un río, la selva a un lado y unas pequeñas infraestructuras al otro. En estas pequeñas casas viven los pocos habitantes que tiene este pueblo, pero no todos. Hay quién como Ozing, vive en libertad, en el lado verde de Ralón. Esos son los repudiados, la basura de la sociedad, los temidos. Mientras que en las casas viven los civilizados, en una sociedad artificial construida con mentiras. Los pobres en las calles beben vino barato y sueñan con entrar en las casas de los ricos a dormir.  A Ozing le dan asco, para él son seres indignos de vivir. Uno de estos asquerosos es Tuot, nació en la selva y migró al otro lado para conseguir una vida mejor, pero, ¿a costa de qué? Perdió todo su orgullo, acabó durmiendo en las aceras, de rodillas ante los ricos que pasaban sobre él como sobre las rayas del paso de cebra. 
Tuot pensaba que sus sueños se cumplirían algún día, tenía esperanza. 
Ozing soñaba con limpiar el nombre de su gente, soñaba con deshacerse de todos aquellos que le humillaban perdiendo su orgullo ante esos despreciables seres altaneros que les sobrevolaban. Las casas de hormigón sin ventanas dejaban claro que nadie quería a un despreciable vagabundo venido de la selva como compañía. 
Las noches pasaban lentas entre tanta angustia y tanto sufrimiento. En la selva no lo pasaban mucho mejor. La vida entre animales solo les aseguraba alimento, pero también les ponía en un estado de alerta continuo ante el ataque de cualquier animal salvaje. Las hojas verdes de los árboles les cubrían de la luz intensa del sol, mientras que a los vagabundos de Ralón solo les cubría las sombras de sus superiores, las sombras de lo inalcanzable. 
Cierto día, Ozing decidió cruzar el río. Al otro lado le esperaba la humillación a su especie. Debería afrontarla lo mejor que pudiera...
'¿Qué haces aquí Ozing?' preguntó Tuot con la cara llena de magulladuras y tembloroso. 'He venido a por ti a sacarte de esta mierda de vida' murmuró Ozing sintiéndose vigilado por los altos edificios. 
Entonces Ozing le cogió y se lo echó al hombro, Tuot no pesaba casi nada, así que no le costó robarlo de aquél amasijo gris. Cruzó el río por la parte menos profunda y lo subió a un árbol, allí le dio de comer sopa, le cuidó durante días. 
Al principio Tuot estaba paralizado, parecía asustado todo el tiempo, no parecía ser consciente de nada. Pasaron los días y poco a poco retomó el color marrón de los árboles que le servían de hogar. 
- '¿Cómo pudiste acabar así Tuot? nosotros soñábamos con una vida mejor.' Tuot quedó pensativo y al cabo de un rato respondió.
- 'Creo que me hipnotizaron.' 
- '¿Como te hipnotizaron?' respondió Ozing asombrado. 
- 'Tienen colores y palabras en las paredes que te dicen lo que tienes que hacer.' 
- 'Eso es imposible, ¿me estás diciendo que utilizan brujería?' 
- 'No, no es brujería, lo llaman publicidad.'
Ante tal descubrimiento, Ozing repentinamente tuvo la certeza de que para conseguir sus objetivos tenían que hacer una sola cosa. 
- 'Tenemos que destruir la publicidad para liberar al otro lado de las sombras.'  

Quiero, quiero, quiero.

Quise vivir tranquilo, hacer lo de siempre, tener un trabajo, una chica, un hijo, un piso, pero...
Lo fácil me cansa, me aburre, me deprime, me entristece, me oscurece, me mata.
Ahora quiero volar, viajar a la luna, follar hasta no poder más, no depender de nadie y la verdad es que...
Lo difícil me despierta, me activa, me motiva, me divierte, me ilumina, me da vida.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Triángulo.

Tengo el corazón a un lado, asustado. 
Entre el pensamiento y el pecado. 
Formando el triángulo de la indecisión.
En la esquina de la prostitución.

lunes, 2 de diciembre de 2013

La espera.

Erase una vez un niño que vivía en el patio de la casa de su abuela, todos los días se asomaba por la alcantarilla para ver si habían cocodrilos, vivía con un peluche que se llamaba Robin, éste tenía una enfermedad que le impedía moverse y además, hablaba en lenguaje mudo. Pero el niño entendía todo lo que él decía. Un día, el niño envió a Robin a las alcantarillas para que encontrara al cocodrilo. El niño esperó y esperó cerca de la alcantarilla. Pasaron días, años, y el muñeco no volvía, el niño se estaba haciendo grande, y de repente, un día, unas lluvias torrenciales hicieron que el nivel del agua en el patio subieran tanto que el pobre de Robin salió del sumidero, el niño se alegró muchísimo de verlo, pues hacía mucho tiempo que le esperaba, pero enseguida notó una mirada de miedo en el peluche, parecía preocupado, el niño le preguntó '¿Qué te pasa Robin?' y Robin, en su lenguaje mudo, le contestó que tenía miedo del cocodrilo. Entonces el niño se giró en el agua y vio que... ¡un cocodrilo había salido de la alcantarilla!
Con Robin en un brazo empezó a nadar hacia el almacén, para escapar de aquél patio en el que una muerte segura le aguardaría si se quedaba. Rápido perdió de vista al cocodrilo, pero la corriente le arrastraba incontroladamente por las calles. Truenos y relámpagos caían, pero ¡de repente todo ese mal tiempo se esfumó! ¡el sol salió! y el niño se quedó con su peluche en el brazo, en la puerta del colegio, esperando a que sus padres fueran a recogerle.