Un fondo anaranjado sobre el cual caen, desde una nada inexistente, blancas letras que te cuentan la historia de una llama y un árbol.
El árbol, triste, reposaba sobre una colina verde, el sol estaba rojo y el cielo azul, los pájaros silbaban canciones de moda sobre sus ramas, todo entraba dentro de los cánones de belleza del paisaje contemporáneo, se podría haber dicho que el árbol, pese a su tristeza, formaba parte de lo que podríamos llamar una imagen estéticamente bella y alegre.
La llama llegó del mechero de un drogadicto que, en una noche de mono, jugó a quemar un árbol por diversión y en parte por aburrimiento, dentro de una ensoñación ilógica que le empujaba a romper los límites de lo racional. Al árbol, profundamente deprimido, no le importó recibir una compañía lumínica en una noche tan oscura como aquella. El drogadicto se acercó al árbol, no se alejaba a pesar del intenso ardor, contemplaba la belleza del fuego, la indescriptible belleza de una llama incandescente en expansión, en el poético contraste con la oscuridad, murmuró: noche incendiada. Él no era consciente de haber creado un oxímoron, pero el árbol sintió el artificio lingüístico, y la belleza de sus palabras, en un estremecimiento que recorrió la totalidad de su cuerpo desde las raíces más cercanas al misterioso centro de la tierra, pasando por la viscosa sabia de su tronco y llegando hasta la punta más erizada de su hoja más cercana al firmamento.
La llama devoró al árbol mascando y quemando desde la cúspide hasta las raíces más inmersas, hundió su llama bajo la tierra, dibujó en el oscuro horizonte la triste, incompresible y bella imagen de la destrucción de la naturaleza.
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El drogadicto hizo una foto con su móvil, la foto se veía mal, pero lo artificial, es decir, el móvil, no ardería jamás de una forma tan destructiva, quizás, y sólo quizás, ardería, de de forma inocua. Y sin belleza.
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