Su cara, prisionera voluntaria entre la caricia de mi mano y la suave toalla que la separa de la arena, me mira, en horizontal, con la tranquilidad de la nube tras la tormenta, su boca me sonríe entre sus dos esponjosos mofletes que dan luz a sus - vuelvo a mirarlos - ojos.
Bajo la vista.
Sus labios no tienen metáfora, no hay parangón en el estado físico de la realidad, pero tampoco en el temporal.
Nada, y no sólo en ningún sitio...
Nunca, tampoco, en ningún momento...
Nunca nada ha reflejado tanta luz como los dientes que habitan en su boca.
Nunca nada tan húmedo como su lengua.
Y pasar mis manos por su pelo, dejándolo tras sus perfectas orejas, y acariciar su oído con la punta de mi corazón y desviar la vista... y...
Besar cuando no lo espera.
Besar y alejarme.
Mirarla...
Acercarme y besar.
Y otra vez, y otra vez.
Y de nuevo entro, en el círculo vicioso de sus labios entreabiertos, que me arrastran hacia ella, como un remolino al final del océano de esta vida.
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