Abrí los
ojos y ya estaba fuera del local, entre dos altos edificios de ladrillos
descubiertos tiznados por el humo negro de las fábricas cercanas. Apoyé los
brazos en una pared de ese callejón e inspiré profundamente por la boca, todavía
con el cuerpo inclinado, giré la vista y vi al fondo la silueta de su vestido
rojo, pintada sobre el negro fondo y bajo la luz de las farolas anaranjadas.
Corrí de nuevo, esta vez hacia ella, en línea recta, solo el aire nos separaba,
bajo la luz de la luna, alcancé su figura y apoyé mis manos sobre sus hombros
desnudos. La giré. Y pude apreciar su belleza, en una cara de sorpresa, sus
ojos me miraban en profundidad, sus labios, rojos, me hablaron secretos sin
palabras, sus pómulos se sonrojaron al verme, no le dejé tiempo a sonreír, la
besé en la boca sosteniéndola por los hombros.
Pero paré
y su expresión dejó de ser la misma. Empezó a gritar socorro en todas
direcciones. La solté. Se acuclilló primero tapándose los ojos con las muñecas
y empezó a buscar en su bolso hasta que desistió, llorando, me lo lanzó. Su
boca era ahora un torrente con decenas de palabras despectivas, desde enfermo
hasta violador. En la calle no había nadie más, estábamos solo nosotros dos. No
entiendo cómo pudo ponerse así en tan poco tiempo, le di la espalda y me marché
andando poco a poco. A los diez pasos noté una mano sobre un hombro y al
girarme vi el vestido rojo y un espray rociándome los ojos, una sensación de
picor invadió toda mi cara al instante. Ahora era yo el que se arrodillaba pidiendo
clemencia, bañado en lágrimas. Hasta que caí en posición fetal. Dejé de ver. Sólo
sentía dolor y oía gritos de rabia, notaba patadas en el estómago. Los efectos
del veneno empezaban a desaparecer cuando percibí la voz grave de un hombre de
fondo, y noté una punzada en el corazón, abrí los ojos y lo vi todo borroso.
Entonces el rojo invadió mi mirada, y el dolor desapareció, junto con todo lo
demás.
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