martes, 18 de febrero de 2014

Rantatino

      Dentro del agujero que había en un calcetín que había en un cajón, se escondió Rantatino, un mapache asustado. Huía de su amo, un hombre de treinta años desempleado que maltrataba a su mascota haciéndole caminar horas y horas en una caja de plástico grueso trasparente con una rueda metálica giratoria en su interior.  Este hombre era el cura de la iglesia principal de Alicante, defensor de la ley contra el aborto y de la vida en general. Decía amar a los animales casi al mismo nivel que a Dios, por eso mismo tenía varias mascotas encerradas en casa, mensualmente donaba dinero a las ONG para que protegieran a las especies en peligro de extinción, y cuando en los fines de semana iba a pescar a Santapola con su barco a motor, meába desde la popa y arrojaba las bolsas del Mercadona junto con las latas por estribor y babor.
      Rantatino, aburrido dentro del calcetín, empezó a devorar todo lo que se encontraba a su paso: tres pares de calcetines, otros cuatro de calzoncillos, pañuelos de seda antiguos, y por último una billetera sin documentos identificativos pero sí con un buen puñado de donaciones cristianas. Terminó haciendo un agujero en la parte trasera del mueble y escapó a la habitación donde su amo le esperaba con una sonrisa de oreja a oreja y la caja de la rueda sostenida por los dos brazos. El mapache, asustado, y decidido a no volver a entrar en esa cárcel, decidió esconderse bajo la cama.
      Espero allí mientras su amo salió de la habitación y cerró la puerta de un portazo, sin tiempo a pensar en otro lugar por el cual salir de la habitación, su dueño volvió, llevaba en sus manos una escoba de esparto antigua, y la zarandeaba en el aire al grito de “¡Sal Rantatino, tengo ostias sagradas para ti!”.
      Rantatino, sorprendido por la novedad de una oferta ante tal situación, y sin comprender la cruel ironía humana, salió a ver si era verdad, pero fuerte y sin aviso cayó sobre él la furia del mazo de Dios. Dio un gruñido y, cojeando y asustado retrocedió bajo la cama con una pata completamente doblada hacia fuera. El cura, que se había dado cuenta de lo que había hecho empezó a gritar y a llorar, y a aclamar al cielo perdón. Sus llantos y súplicas se oían por encima de los gemidos del pobre mapache que había perdido por completo y para siempre la movilidad en una de sus patas.
      Completamente arrepentido, el cura se arrodilló frente a una pared y empezó a golpear su cabeza contra ésta pidiéndole a su superior que por favor le quitara el pecado de haber hecho daño a un animal indefenso. Arañaba las paredes, su expresión facial le demostraba completamente apenado. Pero se había dejado la puerta entreabierta, y el mapache aprovechaba la ocasión de vacile para escapar, no sin antes darle un buen zarpazo en la calva a su acosador. Hendido en dolor, el anciano se giró derramando sangre en círculo tras de sí. Y en un instinto reflejo cerró la puerta de un tremendo golpe que enganchó la cola del mapache por la mitad.
      Abrió mucho los ojos y volvió a empezar a llorar, pero esta vez los gemidos de Rantatino superaron por muchos decibelios al dolor espiritual y craneal del cura arrepentido. Esto hizo que la situación se complicara y el cura acabó abriendo la puerta para ver qué podía hacer con lo que quedaba de su mascota.
      Al abrir la puerta, miró al suelo y se encontró con la mitad de la cola de Rantatino, y al levantar la mirada vio en primer plano el antifaz gris sobre el pelaje blanco, y unos ojos profundos y negros, con las garras de sus dos patitas delanteras abiertas, volando en un salto infinito hacia su rostro, con tal decisión y rapidez que antes de que el amo girara la cabeza o cerrara los ojos por puro reflejo  las garras de Rantatino ya estaban clavadas en las pupilas. El mapache prosiguió con un mordisco amplio en la grasosa nariz y con las cuchillas de su pata trasera todavía útil, rajó literalmente la garganta del designado por Dios.


      Una vez en el suelo, mordisqueó con rabia, y durante un buen rato, las cejas y las orejas, y al ver que ya no se movía, se fue, cojeando, a disfrutar por fin de su libertad innata.

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