Dentro del agujero que había en un
calcetín que había en un cajón, se escondió Rantatino, un mapache asustado. Huía
de su amo, un hombre de treinta años desempleado que maltrataba a su mascota
haciéndole caminar horas y horas en una caja de plástico grueso trasparente con
una rueda metálica giratoria en su interior. Este hombre era el cura de la iglesia principal
de Alicante, defensor de la ley contra el aborto y de la vida en general. Decía
amar a los animales casi al mismo nivel que a Dios, por eso mismo tenía varias
mascotas encerradas en casa, mensualmente donaba dinero a las ONG para que
protegieran a las especies en peligro de extinción, y cuando en los fines de
semana iba a pescar a Santapola con su barco a motor, meába desde la popa y arrojaba
las bolsas del Mercadona junto con las latas por estribor y babor.
Rantatino, aburrido dentro del calcetín,
empezó a devorar todo lo que se encontraba a su paso: tres pares de calcetines,
otros cuatro de calzoncillos, pañuelos de seda antiguos, y por último una
billetera sin documentos identificativos pero sí con un buen puñado de
donaciones cristianas. Terminó haciendo un agujero en la parte trasera del
mueble y escapó a la habitación donde su amo le esperaba con una sonrisa de
oreja a oreja y la caja de la rueda sostenida por los dos brazos. El mapache,
asustado, y decidido a no volver a entrar en esa cárcel, decidió esconderse
bajo la cama.
Espero allí mientras su amo salió de la
habitación y cerró la puerta de un portazo, sin tiempo a pensar en otro lugar
por el cual salir de la habitación, su dueño volvió, llevaba en sus manos una
escoba de esparto antigua, y la zarandeaba en el aire al grito de “¡Sal
Rantatino, tengo ostias sagradas para ti!”.
Rantatino, sorprendido por la novedad de
una oferta ante tal situación, y sin comprender la cruel ironía humana, salió a
ver si era verdad, pero fuerte y sin aviso cayó sobre él la furia del mazo de
Dios. Dio un gruñido y, cojeando y asustado retrocedió bajo la cama con una
pata completamente doblada hacia fuera. El cura, que se había dado cuenta de lo
que había hecho empezó a gritar y a llorar, y a aclamar al cielo perdón. Sus llantos
y súplicas se oían por encima de los gemidos del pobre mapache que había perdido
por completo y para siempre la movilidad en una de sus patas.
Completamente arrepentido, el cura se
arrodilló frente a una pared y empezó a golpear su cabeza contra ésta pidiéndole
a su superior que por favor le quitara el pecado de haber hecho daño a un
animal indefenso. Arañaba las paredes, su
expresión facial le demostraba completamente apenado. Pero se había dejado la
puerta entreabierta, y el mapache aprovechaba la ocasión de vacile para escapar,
no sin antes darle un buen zarpazo en la calva a su acosador. Hendido en dolor,
el anciano se giró derramando sangre en círculo tras de sí. Y en un instinto
reflejo cerró la puerta de un tremendo golpe que enganchó la cola del mapache por
la mitad.
Abrió mucho los ojos y volvió a empezar a
llorar, pero esta vez los gemidos de Rantatino superaron por muchos decibelios
al dolor espiritual y craneal del cura arrepentido. Esto hizo que la situación
se complicara y el cura acabó abriendo la puerta para ver qué podía hacer con
lo que quedaba de su mascota.
Al abrir la puerta, miró al suelo y se
encontró con la mitad de la cola de Rantatino, y al levantar la mirada vio en
primer plano el antifaz gris sobre el pelaje blanco, y unos ojos profundos y
negros, con las garras de sus dos patitas delanteras abiertas, volando en un
salto infinito hacia su rostro, con tal decisión y rapidez que antes de que el
amo girara la cabeza o cerrara los ojos por puro reflejo las garras de Rantatino ya estaban clavadas en
las pupilas. El mapache prosiguió con un mordisco amplio en la grasosa nariz y
con las cuchillas de su pata trasera todavía útil, rajó literalmente la
garganta del designado por Dios.
Una vez en el suelo, mordisqueó con rabia,
y durante un buen rato, las cejas y las orejas, y al ver que ya no se movía, se
fue, cojeando, a disfrutar por fin de su libertad innata.