sábado, 15 de noviembre de 2014

El eco de una voz

Me atreví a aventurarme en su cerebro. Era la persona más interesante que jamás había conocido. Le gustaba leer, escribía y se preocupaba por la sociedad. 
Yo había averiguado todo esto gracias a nuestras conversaciones, me lo contaba todo. Yo no perdía detalle de sus palabras, cada oración tenía varios significados y yo intentaba entenderlos todos. Siempre me quedaba pendido de sus respiraciones y sus pausas, esperaba con ansias al próximo sonido de su boca, dependía de la música de su voz.
Me contó de dónde venía y a dónde quería ir, quién fue y quién quería ser. Me dio el cómo, y el porqué de su vida. Y de un día para otro se quedó sin nada que contarme. Fue entonces cuando intenté narrarle mi historia. Cuando empecé, sus ojos todavía estaban muy abiertos, pero con el paso de una semana todo cambió. Ella empezó a fingir su interés, sus ojos se cerraban lentamente con la evolución de mis historias. Le conté miles de anécdotas, a cada cual más entretenida, me esforcé por encima de mi capacidad. Ella acabó respondiendo siempre con evidente falsedad la misma palabra: interesante.
Ante su claro desánimo fui perdiendo motivación y mi voz entró en un decaimiento vertiginoso en el proceso de contar mis experiencias. Pronto desistí de la idea de continuar aburriéndola. Se lo hice saber y tras reconocer su falta de interés, me dijo: "Siento mucho que no me interese tu vida, puede que sea tu forma de contarla."
Aunque yo sabía que no era ese el motivo, no le quise explicar mis ideas. Le dije que no la quería volver a ver. Lo aceptó, a pesar de insistir en que ella sí quería seguir viéndome. Me susurraba invirtiendo el orden de los adjetivos, muy poéticamente, que quería seguir viendo mis verdes ojos. Pero yo sabía que no era así, que lo que ella quería era escuchar el eco de su voz y ver su reflejo con esperanza en mis pupilas. 

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