Miraba sus ojos como si no hubiesen más ojos en la habitación en la que estaban, y en efecto habían muchos más ojos, dos por persona, eso quiere decir que había el doble de ojos que de personas, y aun así solo miraba sus dos ojos. En cambio, ella tenía la mirada fija en la pantalla de su teléfono móvil, allí no habían ojos, sólo píxeles con formas que significan cosas según su disposición espacial.
Sus ojos eran negros y brillantes, negros como las cenizas años después del incendio y brillantes como esa última ascua que todavía no se ha apagado a pesar del tiempo. Pensó que todavía quedaba amor en ella, sin conocerla pensó que no era tarde todavía para sacarla de ese frío espacial. Estaban sentados uno enfrente del otro, con un panel de plástico y aluminio formando una barrera que solo les permitía ver la cara del otro desde la nariz hacia arriba. Estaban sumidos en un silencio abismal, rodeados de libros y de gente, todos mirando sus dispositivos electrónicos.
Pensó en levantarse, acercarse, e invitarla a salir fuera, a hablar un poco, a que el sol iluminase esos ojos negros. Se imaginó que al salir de aquél antro falto de luz natural sus ojos desbordarían lava como dos volcanes, y que la piel que rodeaba esos volcanes adquiriría el color de la arena del Sahara.
Siguió mirando ocasionalmente sus ojos, sentado justo delante de ella, hasta que la poca luz que entraba desde fuera desapareció y la bibliotecaria encendió unas bombillas artificiales para que pudiesen seguir viendo las letras en sus papeles. Justo después volvió a mirar sus ojos, seguían siendo hermosamente negros, aunque esta vez ya no brillaban, la última ascua se había consumido, ahora sus ojos ya no eran cenizas, ahora solamente eran agujeros negros.
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