martes, 30 de junio de 2015

El Camello del Verano

Es verano. El maldito calor me interna en una atmósfera deprimente, asfixiante y sobre todo repetitiva. Repetitiva, sí, siento repetirlo pero es la mejor manera de dejarlo claro, repetitiva. No hay aire acondicionado y para colmo el ventilador ha dejado de funcionar. El maldito calor es insoportable, así que me levanto, voy y abro la puerta. Una ligera brisa se adentra y llega a mí, yo la recibo con la ternura de un pajarito recién nacido ante el suave y próximo vuelo de su regurgitadora madre. De pronto dejo de sudar y vuelvo a poder pasar las páginas sin adherirme al papel, sin pegarme con las manos a sus hojas, no quiero boxear con mis libros, los amo. El sofá expele ardor, mas la fresca brisa lo contrarresta. Espiro el aire amargo y denso de mis pulmones y termino el capítulo, cierro el libro y lo dejo sobre la mesa del comedor. Cierro los ojos, intento descansar.
Y es entonces cuando el viento –mi antiguo amigo y compañero favorito en mi camino hacia la felicidad– me traiciona. Unos leves tintineos llegan a mis oídos. Al principio sonrío, ya que encuentro similitudes con el piar de los pajaritos huérfanos que caían del tejado al patio interior de mi bloque, incluso llego a relacionarlos con el aleteo de la madre pájara regurgitadora de mi confusa y nublada infancia que se aproxima con su vómito salvador. Dos segundos más tarde el sonido de un vuelo acariciador se torna en una melodía semejante a la alarma de incendios de un instituto público en el que los adolescentes insultan al profesor en voz baja mientras hacen colas en los pasillos deseando que esta vez no sea un simple simulacro y el instituto arda en llamas junto con sus deberes.
Veo las cortinas desde el sofá pero es demasiado tarde para levantarme a cerrar la puerta y conciliar el sueño, ya formo parte del sofá. He metamorfoseado y me he convertido en un híbrido sofá-humano, soy el humano más blandito del universo o el sofá más consciente de sí mismo. La espuma de los cojines me hunde en el mundo real pero me eleva en el plano metafísico hasta que alcanzo el nirvana. Miento, no alcanzo el nirvana. El metálico cortinaje no deja de sonar. 
Por fin me decido a levantarme. Cuando piso el suelo me doy cuenta de lo fresquito que está, dormiría con él, me casaría con mi suelo si no fuera porque carece de órganos sexuales. Sería su eterno amante, nadie podría acusarme de sexismo aunque diga sin miedo que estoy por encima de él, y él no dejaría de ser mi apoyo por mucho que le pisotease. Cierro la puerta y vuelvo al sofá, el color carne de las cortinas se me ha quedado grabado a fuego en la mente. Pasan unos quince minutos, cierro los ojos y me duermo.
Las cortinas hablan de leones en la sabana, dan vueltas, giran, se enredan y desenredan. No sé si copulan o se abrazan, desconozco su naturaleza. Un ventilador gigante las amenaza con miradas de desaprobación, da vueltas, sus aspas gimen de placer ante la contemplación de unos abrazos muy sentimentales entre yo y un suelo que se trasfigura con forma humana y me susurra al oído palabras sueltas: frigorífico, polo norte, Alaska... Un camello aparece en el horizonte, corre hacia mí, viene apresurado, el suelo vuelve a su forma primigenia, yo me caigo hacia atrás en el sofá, el ventilador deja de girar, las cortinas color carne callan. El camello se desvanece en la arena del desierto bajo un sol terrorífico y su cara se rematerializa a dos centímetros de mis ojos. Toda su boca está llena de espuma, agita el cuello y me salpica los ojos, me dice: 
– Alí ¿Por qué me dejaste? ¡Vuelve conmigo!–. Yo le digo que no me llamo Alí pero él sigue su monólogo. 
–Yo te quería, te quería de verdad ¡Quiéreme! ¿Tanto te cuesta? ¡No tienes corazón!
No puedo moverme, el aliento del camello me amuerma y me hunde en el sofá, vuelvo a metamorfosearme, esta vez de verdad. Una onírica verdad. El camello se sube encima de mí, encima del sofá, comienza un raro ritual de apareamiento en el que primero me chupa las extremidades para seguidamente abusar de mi ternura, penetra los huecos entre los cojines con su pedazo de polla de camello. Siento el miedo y la impotencia de un heterosexual homófobo ante una impúdica violación pública, me siento observado por los miles de granos de arena de un desierto cuyos horizontes son infinitos. –Endless–, me susurra el camello con una pronunciación del inglés RP magistral y poco frecuente entre los animales. Estoy sintiendo como el puto calor del verano se está follando a mi tierno cuerpecito juvenil en las vacaciones más horripilantes de mi vida.

Súbitamente despierto, asustado, confuso. Me levanto, descubro mi nueva fobia hacia los camellos. Sin pensarlo me acerco a la puerta y abro, no corre el aire. Me siento en una silla, Cierro los ojos, los abro. Me levanto, me vuelvo a sentar. Paro. Me doy cuenta de lo nervioso que estoy y de lo contraproducentes que son mis acelerados movimientos ante la lucha por la supervivencia en este clima hostil. Finalmente decido tumbarme en el suelo con una almohada bajo la cabeza. Cierro los ojos. Inspiro. Siento una ligera brisa pero antes de echar el aire las vuelvo a oír, las malditas cortinas del cielo infernal tocan a mi puerta. Vuelven a repicar en la profundidad de mis cinco sentidos que se convierten en un único sentimiento: el odio.


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