Es verano. El maldito calor me interna en
una atmósfera deprimente, asfixiante y sobre todo repetitiva. Repetitiva, sí,
siento repetirlo pero es la mejor manera de dejarlo claro, repetitiva. No hay
aire acondicionado y para colmo el ventilador ha dejado de funcionar. El maldito
calor es insoportable, así que me levanto, voy y abro la puerta. Una ligera
brisa se adentra y llega a mí, yo la recibo con la ternura de un pajarito
recién nacido ante el suave y próximo vuelo de su regurgitadora madre. De
pronto dejo de sudar y vuelvo a poder pasar las páginas sin adherirme al papel,
sin pegarme con las manos a sus hojas, no quiero boxear con mis libros, los
amo. El sofá expele ardor, mas la fresca brisa lo contrarresta. Espiro el aire
amargo y denso de mis pulmones y termino el capítulo, cierro el libro y lo dejo
sobre la mesa del comedor. Cierro los ojos, intento descansar.
Y es entonces cuando el viento –mi antiguo amigo y compañero favorito
en mi camino hacia la felicidad– me traiciona. Unos leves tintineos llegan
a mis oídos. Al principio sonrío, ya que encuentro similitudes con el piar de
los pajaritos huérfanos que caían del tejado al patio interior de mi
bloque, incluso llego a relacionarlos con el aleteo de la madre pájara
regurgitadora de mi confusa y nublada infancia que se aproxima con su vómito
salvador. Dos segundos más tarde el sonido de un vuelo acariciador se torna en
una melodía semejante a la alarma de incendios de un instituto público en el
que los adolescentes insultan al profesor en voz baja mientras hacen colas en
los pasillos deseando que esta vez no sea un simple simulacro y el instituto
arda en llamas junto con sus deberes.
Veo las cortinas desde el sofá pero es demasiado tarde para levantarme a
cerrar la puerta y conciliar el sueño, ya formo parte del sofá. He
metamorfoseado y me he convertido en un híbrido sofá-humano, soy el humano más
blandito del universo o el sofá más consciente de sí mismo. La espuma de los
cojines me hunde en el mundo real pero me eleva en el plano metafísico hasta
que alcanzo el nirvana. Miento, no alcanzo el nirvana. El metálico cortinaje no
deja de sonar.
Por fin me decido a levantarme. Cuando piso el suelo me doy cuenta de lo
fresquito que está, dormiría con él, me casaría con mi suelo si no fuera porque
carece de órganos sexuales. Sería su eterno amante, nadie podría acusarme de
sexismo aunque diga sin miedo que estoy por encima de él, y él no dejaría de
ser mi apoyo por mucho que le pisotease. Cierro la puerta y vuelvo al sofá, el
color carne de las cortinas se me ha quedado grabado a fuego en la mente. Pasan
unos quince minutos, cierro los ojos y me duermo.
Las cortinas hablan de leones en la sabana, dan vueltas, giran, se enredan
y desenredan. No sé si copulan o se abrazan, desconozco su naturaleza. Un
ventilador gigante las amenaza con miradas de desaprobación, da vueltas, sus
aspas gimen de placer ante la contemplación de unos abrazos muy sentimentales
entre yo y un suelo que se trasfigura con forma humana y me susurra al oído palabras
sueltas: frigorífico, polo norte, Alaska... Un camello aparece
en el horizonte, corre hacia mí, viene apresurado, el suelo vuelve a su forma
primigenia, yo me caigo hacia atrás en el sofá, el ventilador deja de girar,
las cortinas color carne callan. El camello se desvanece en la arena del
desierto bajo un sol terrorífico y su cara se rematerializa a dos centímetros
de mis ojos. Toda su boca está llena de espuma, agita el cuello y me salpica
los ojos, me dice:
– Alí ¿Por qué me dejaste? ¡Vuelve conmigo!–. Yo le digo que no me
llamo Alí pero él sigue su monólogo.
–Yo te quería, te quería de verdad ¡Quiéreme! ¿Tanto te cuesta? ¡No tienes
corazón!
No puedo moverme, el aliento del camello me amuerma y me hunde en el sofá,
vuelvo a metamorfosearme, esta vez de verdad. Una onírica verdad. El camello se
sube encima de mí, encima del sofá, comienza un raro ritual de apareamiento en
el que primero me chupa las extremidades para seguidamente abusar de mi
ternura, penetra los huecos entre los cojines con su pedazo de polla de
camello. Siento el miedo y la impotencia de un heterosexual homófobo ante una
impúdica violación pública, me siento observado por los miles de granos de
arena de un desierto cuyos horizontes son infinitos. –Endless–, me susurra
el camello con una pronunciación del inglés RP magistral y
poco frecuente entre los animales. Estoy sintiendo como el puto calor del
verano se está follando a mi tierno cuerpecito juvenil en las vacaciones más
horripilantes de mi vida.
Súbitamente despierto, asustado, confuso. Me levanto, descubro mi nueva
fobia hacia los camellos. Sin pensarlo me acerco a la puerta y abro, no corre
el aire. Me siento en una silla, Cierro los ojos, los abro. Me levanto, me
vuelvo a sentar. Paro. Me doy cuenta de lo nervioso que estoy y de lo
contraproducentes que son mis acelerados movimientos ante la lucha por la
supervivencia en este clima hostil. Finalmente decido tumbarme en el suelo con
una almohada bajo la cabeza. Cierro los ojos. Inspiro. Siento una ligera brisa
pero antes de echar el aire las vuelvo a oír, las malditas cortinas del cielo
infernal tocan a mi puerta. Vuelven a repicar en la profundidad de mis cinco
sentidos que se convierten en un único sentimiento: el odio.