Estaba terminando de escuchar un programa radiofónico, cuando recordé que estaba sordo. No yo, sino mi copiloto, al que había estado dirigiendo risas exageradas y palmaditas en los muslos por las malas bromas de los presentadores, y el cual me había estado respondiendo con sonrisas de complicidad.
Me preguntaba qué estaría pensando de mí en esos instantes, mis sospechas se podían resumir en dos caminos que probablemente su mente habría tomado: por un lado que yo había perdido la cabeza y por otro, que me había sentido atraído y había estado intentando seducirle.
Asustado por las posibles consecuencias opté por contrarrestar el efecto de mi actitud, forzando una seriedad de funeral. Lo último que yo quería era recibir un beso inesperado.
Puse la cara más serena y madura que pude imaginar e intenté concentrarme en la carretera.
El sordo me preguntó "¿Qué te pasa?" y yo, con una sonrisa invertida le dije "No me pasa nada.".
Entonces, con la característica voz de una persona que no se oye a sí misma me volvió a decir, en tono de alta preocupación.
- ¿Estás bien?
A mi, con tanto enfado fingido, me entró la risa tonta.
El pobre del sordo, estuvo unos segundos serio, viendo como yo entrecerraba los ojos y abría mucho los ojos y la boca, creo que pensó que me reía de él, pero al final se unió a la juerga y se rió conmigo.
¿Me reía de él o de la situación? En realidad es de este tipo de preguntas de lo que quisiera reírme y no puedo.
Tras ese fugaz e hilarante momento que compartimos aparqué el coche frente a la droguería y muy despacito, mirándole a los ojos para facilitar que me leyese los labios, le dije "Vamos tirando". A esta orden el sordo se quitó el cinturón y se adentró en la oscura tienda, dentro le esperaba su recompensa.
Ya es hora de que vaya explicando un poco de qué va todo esto, mi intención no es hacerme el misterioso, soy traficante, y "el sordo" era mi cliente.
Salí de mi Seat como pude, pues la puerta estaba bastante oxidada y ofrecía una gran resistencia. Pensaba en la de tiempo que hacía que ya no se me irritaba el nervio frénico, cuando por cosas de la vida sonó un disparo dentro de la tienda y me dio tal susto que me volvió a entrar el hipo al instante.
El sordo cayó al suelo y su cabeza se quedó asomada entre las cortinas metálicas de la tienda, yo me giré hacia el coche y vi como la luna había quedado hecha meteoritos.
Empecé a correr como Usain Bolt, aunque no tan fumado, realicé unos saltos por encima de algunos bancos que cualquier experto del Parkour habría calificado como proezas, si no hubiese sido por las hostias que me di.
Bastante cansado ya de tanta torpeza llegué al otro lado de la calle y me escondí detrás de un contenedor. Recordé la conclusión a la que había llegado un día tirando la basura, que decía algo así como que la única diferencia entre un pobre y un rico era "del" porque los ricos comían con tenedor y los pobres "del" contenedor.
Me reí de mi propio chiste, aunque todavía asustado por la muerte del sordo y estando a punto de adentrarme de nuevo en mis pensamientos, una bala traspasó la basura e impacto contra la pared a la que miraba directamente.
Abrí mucho los ojos y casi entro en estado de Shock, pero decidí correr hoy para vivir mañana.
No miré hacia atrás, ni hacia los lados, y en la primera calle un ciclista impactó lateralmente conmigo.
Caímos abrazados al suelo y dimos unas cuantas vueltas de campana. Su carísima bici quedó hecha un cuadro vanguardista entre las ruedas de un coche que pasaba por la perpendicular, pero nosotros sobrevivimos al impacto. Me levanté y empecé a andar de nuevo, a cojear más bien, siempre en dirección contraria a la droguería.
El ciclista quedó en el suelo sin poderse mover, llorando por la pérdida de su bici y con una pierna ensangrentada.
Fue entonces cuando recibí un disparo en la nalga derecha. Lo primero que pensé fue que menos mal que el pene me va hacia la izquierda, ya que en el caso contrario las consecuencias podrían haber sido catastróficas.
Caí al suelo medio desmayado, y se acercó un tipo encapuchado y con una pistola. Me cogió con fuerza del cuello de la camisa hawaïana, regalo de mi madre, y con la mano que le había quedado libre me metió la punta de la pistola en la boca.
No tenía ninguna alternativa, sabía que iba a morir con la boca llena de un material negro, que muerte más humillante, y además, sin haberme tirado a Myley Cyrus, acabaría siendo el único cadáver del cementerio sin ese logro.
Pero el encapuchado se me acercó al oído y me susurró "si quieres seguir vivo, haz que el mudo hable."
Y el hipo se me fue.