Abro los
ojos y salgo de nuevo, una vez más, de casa. El cielo está estático sobre mi
cabeza, las nubes blancas, quizá más que de costumbre, el cielo azul, quizá más
que de costumbre.
Mis
zapatos brillan en contraste con el barro que las fuertes lluvias han dejado
por las aceras de todo el pueblo, el ambiente es húmedo y fresco, no hace
calor, ni frío.
Estoy
pensando en el miedo que me producen los espejos por la noche. Creo que son
donde los espíritus se esconden, y desde allí, en forma de reflejos, nos hablan
en susurros para no dejarnos dormir.
Las
fachadas de los edificios, mojadas, me trasmiten tranquilidad en un ambiente
tenso, con su silencio intenso. Me hacen sentir seguridad.
Mis pasos,
el sonido de mis pasos, suena rítmico. Tan solo suena un tono por encima del
sonido de mis latidos. Mi respiración sigue su curso, invariable.
Me deslizo
sobre las calles, atravieso callejones, sin sacar las manos de los bolsillos de
mi gabardina, sin mover mis gafas de sol, sin dirigirme a nadie, irreconocible,
me sigo adentrando hacia el fondo del corazón de ese lugar ambiguo al que
llaman centro.
Mis manos
se empiezan a mojar, por la humedad o por el nerviosismo, o por una mezcla de
ambas. Mi sombrero se desliza un poco hacia delante, y saco las manos para
devolverlo a su lugar. Entonces percibo el miedo que me empieza a devorar, es
entonces cuando veo mis manos temblorosas y frías salir de mis bolsillos, y
cuando al fondo de una calle oscura veo moverse una silueta roja arrastrando un
tridente, y veo como desaparece tras la esquina.
Sigo
andando hacia esa esquina, tras volver a meter mis manos en mis bolsillos y con
el sombrero recto. Sigo deslizándome y oyendo pequeños susurros. Tropiezo. Se
me ha caído el sombrero al suelo, ha quedado de pie, me inclino para recogerlo,
sudoroso. Visto desde arriba, mi cuerpo forma una flecha hacia la última
esquina que he mencionado. Lo levanto y justo debajo hay un cristal, con un
fondo negro, que refleja el sombrero.
Muevo el
sombrero. Y veo dentro del cristal a ese demonio rojo, con el tridente, me mira
y me hace un signo con el dedo para que vaya hacia él desde la misma esquina
que antes, entonces, vuelve a desaparecer tras la esquina.
Me
arrodillo ante el cristal, lo levanto para mirar mi cara, pero en el cristal
solo veo la esquina, muevo el cristal y tras él está la esquina. Olvido el
cristal y sigo hacia delante.
Pasos
repetitivos me arrastran, oigo mis latidos, mi respiración y la goma de mis
zapatos contra el suelo, oigo el silencio. Llego a la esquina. Me paro.
Recuerdo
el cristal y lo saco de mi bolsillo, pegado a la pared de la esquina, levanto
el brazo con el cristal en la mano para intentar ver lo que hay al otro lado. Veo
que no hay nada.
Doblo la
esquina mirando al suelo, y algo me frena, una sensación. Levanto la mirada y
ahí está, a unos centímetros de mí, me mira desde arriba, es alto y rojo, muy
rojo. Del color de la sangre.
Y saco los
brazos de mi cuerpo para golpearle, le golpeo y se dobla hacia delante, le doy
un segundo golpe y cae al suelo, me precipito sobre él y empiezo a darle golpes
a su cabeza, empieza a tener espasmos sobre el suelo, yo sigo golpeando su fea cara
hasta que deja de tenerlos.
Entonces muevo
un poco hacia atrás su cadáver y lo arrastro, llevándolo conmigo, dejando un
rastro rojo sigo avanzando por las calles.
Pero me
giro y vuelve a respirar, lo suelto. Se levanta antes de que le vuelva a
golpear y me quita el cristal de la mano, lo deja en el suelo y escapa.
Me quedo
quieto, mirando hacia donde ha escapado, y entonces miro al suelo, y veo otra
vez el cristal, y en el cristal me veo a mí, mirando al suelo, a un cristal, y
miro al cristal dentro del cristal, y me vuelvo a ver a mí.
Y una
sensación extraña se adueña de mi, saco la vista del cristal.
Miro
arriba. Al cielo, y me veo desde dentro del cristal a mí mismo, estoy mirando
hacia arriba, hacia el mismo cristal que miro yo, entonces veo como algo rojo
se mueve detrás de mi reflejo. Me giro.
Pero ya es
demasiado tarde, el hombre rojo ha cogido el cristal y me lo ha clavado en la
garganta. Caigo de rodillas, pero antes me arranco el cristal del cuello, miro
dentro, pero no hay nada, veo mi mano agarrándolo detrás de él. Veo sangre en
el suelo, me giro y miro al cielo, y vuelve a estar azul, quizá demasiado azul,
las nubes están blancas, quizá demasiado blancas. Dejo de respirar, cierro los
ojos.