Ajusto el zoom de mis prismáticos
para observar con mayor precisión mi objetivo. Una fuerte racha de viento
descoloca la trayectoria visual que proyecto sobre la playa y mis ojos se ven
contaminados con la grotesca figura de dos nalgas peludas asomando como dos
montañas gemelas y nevadas por encima de un bañador verde caqui. Retrocedo y
giro hasta que vuelvo a encontrar mi prioridad, el asunto en cuestión es de una
importancia de nivel teléfono rojo.
Como socorrista, esta es mi prioridad, velar por la seguridad de los bañistas.
Las lentes de mi instrumento de salvador de las
playas se tiznan del color brillante de la sangre pura derramada a borbotones; horneada
en el corazón y sacada de la aorta, sangre con sentimiento de lujuria. Sí,
juraría que ese es el color exacto. Alejo el zoom y por fin contemplo la escena con total rigurosidad de
detalles. Una gota cae en mis pantalones, no sudo, viene de mi boca. Noto una
ligera presión en mi bañador, un calor que me sube desde el interior de las
uñas de los dedos gordos de los pies hasta la coronilla, conquistando mi cuerpo
al completo. Mis pupilas se dilatan, entro en éxtasis y me precipito desde la
cumbre de mi silla hacia la abrasiva arena.
Corro. Salto la primera ola. Arranco agua
arrastrando las piernas y cuando me llega el nivel a las rodillas paso a mi
versión horizontal para proseguir nadando. Sin querer toco el fondo con la
punta de los dedos y un alga verde como el fondo del mar y los campos de golf
de fuera de la Comunidad Valenciana se adhiere y asoma su pequeña cabecita
inhumana para observar con deleite a quien con tanta urgencia tengo que
atender. La cojo en mis brazos y corro como un diablo para salvaguardar su
dignidad, la tapo con el ancho de mi espalda. Se aprieta contra mí y noto dos
bultos. La arrastro, pesa más de lo que pensaba. Gritos, oigo cientos de
gritos. Mi cabeza se llena de sonidos, quejas, difamaciones, groserías. No me
dejo corregir, yo soy un héroe, un poeta, el minotauro de Cortázar, el que va
en contra de la sociedad y no lo hace por destacar si no porque no sabe fingir
o no quiere ser un falso más.
Mis acciones tienen a veces duras consecuencias.
La dejo reposar en el suelo y dejo caer mi peso sobre sus hombros. La miro,
ella abre los ojos y me doy cuenta de que son verdes, como el atisbo que dejó
el fondo del mar en mi superficie, ahora la profundidad de su alma se clava en
mi alma con la fuerza de sus dos pupilas. Su bañador es rojo sangre, como mi
sangre ¿somos dos personas o simplemente somos?
–¡Hazle el boca-boca o lo que sea de una puta vez
ya, joder!
–¡Eso! ¡Deja ya de toquetearla!
Siento la envidia de los que me rodean fluir por
el ambiente en fonemas sordos para mi corazón enamorado, solo atiendo a sus
ojos, a sus cejas, a su boca. Placer, conexión. Y al igual que el sol baja
hasta hundirse en el horizonte todas las tardes, yo bajo mi cuello y mi boca
hacia la suya, hasta que nos unimos. La beso. Un espectador se atreve a
intervenir con un comentario.
–¿Qué coño haces demente?
Levanto ligeramente la mirada pero ignoro las
voces que intentan acallar mi pasión y vuelvo a presionar mis labios contra el
cielo. Abro los ojos tanto como ella y también abro su boca, con la mía. Lanzo
una ráfaga de aire para llenar los sagrados órganos que permiten que respire,
que viva, que fluctúe por este loco ambiente en el que todo, incluso la
naturaleza, se rinde a sus pies y a su belleza.
Presiono entonces su pecho, sin intención de herir
el instrumento que nutrirá a nuestros futuros hijos. Una fuente emana
abruptamente agua bautismal desde su boca, florida, santo fiordo noruego que te
me apareces en las horas de calor de este tres de julio, día que no olvidaré
jamás por su sonrisa. Bebo del agua de tus pulmones, lamo el chorro como un
cachorro lame sus propias patitas para mantenerlas limpias, puras, vírgenes
como tú.
Vuelves en ti. Te incorporas, toses y toses.
Inspiras hondo. De tu boca brotan más trozos de mar. Tu boca y la mía son dos
imanes. Polo norte y polo sur es lo que somos, permite que te llame cariño en
mis pensamientos.
–¡Me has salvado la vida!– Yo callo, absorto en su
mirada.
–¡Qué susto!– Sigo contemplándola. Su voz me
eclipsa.
–Bueno, gracias.
La gente se dispersa, nos quedamos ella y yo. El
norte y el sur, el mar y el cielo. Me sonríe, miro sus dientes, amarillos, luz
solar y ella sola para mí. Se levanta y yo con ella, no separamos nuestras
miradas. Parece tímida, agacha ligeramente la cabeza, mira al suelo, gira la
vista. Un desconocido interviene.
–¡Abuela Mariana! ¿Estás bien?