sábado, 5 de julio de 2014

Ésta es la historia de un sueño.

Caminé junto a la orilla, pisando la arena suelta, a veces endurecida por la marea, mirando la puesta de sol, escuchando el mar de fondo bramar como un animal salvaje. A veces mis pies chocaban con una concha vacía en la que habitó un ser vivo que ahora está en el estómago de otro, en el cielo. Ese cielo sin nubes lleno de peces que aterroriza con sus profundidades y su inmensidad. Ese cielo que ahora piso, y que siento cuando las olas llegan a mis pies con su espuma blanca mojándome y haciéndome creer que todavía pertenezco a la naturaleza. 
Quiero pensar que todavía soy humano, que no me he alejado tanto de mi origen, que soy instintivo, igual que todos, contrario a la razón y a la lógica que rige el mundo del avance. Soy yo quién admite que hay cosas que no se pueden conocer, soy yo quien no pierde el tiempo intentando entender la vida, soy quién vive, como un animal de sangre caliente, para no morir como una máquina fría y metálica. 
Y miro al mar, y de entre las olas surge un... de entre las olas surjo, yo, veo mi propia imagen bajo la línea del horizonte, rodeado de agua salada y con una expresión de angustia en la cara, mi otro yo anda por las aguas hacia mí. Avanza y viene hacia mí, con una expresión rota en su cara, con los ojos abiertos y la mirada puesta en los míos. Anda sobre el mar, que ahora está sereno y expectante, y se acerca a mi con la paciencia de la muerte, que siempre llega. ¡Y llega!
Me clava su mirada, y por un instante centra sus ojos en los míos y sólo puedo ver sus pupilas, pero no soporto mi mirada y me giro, y veo el mar, ya no soy yo. Me vuelvo a girar y no hay nadie, nadie en la orilla, pero yo estoy de pie sobre el agua. Y entonces miro el horizonte, sin ningún miedo, sin ninguna duda, pisando el mar como un fantasma, en un sueño tan real como las imágenes de mis pensamientos. 
Pero la serenidad del mar cesa, y rompe de nuevo con su bravura en una ola gigante que viene hacia mi y sobre la cual yo no soy capaz de andar, me traga. El mar es ahora una gran boca y me lleva hasta su estómago, el océano. Abro los ojo bajo las profundidades y veo arriba del todo una luz, voy hacia ella, nado, empujo mi cuerpo con mis brazos y con mis piernas todo lo fuerte que puedo, la luz se acerca. Pero de repente siento que dos manos me agarran de los tobillos. Miro hacia abajo y veo mi cara, estoy matándome a mi mismo, pataleo contra la parte de mi que no quiere seguir viviendo, pero me arrastra hacia abajo. Empiezo a tragarme la saliva para consumir el oxígeno que hay en ella, empiezo a sentir que voy a morir, y me doy cuenta de que no quiero. Pero entonces la presión de las manos sobre mis tobillos decae, la parte de mi que me quería muerto ha sucumbido, y veo como se hunde en la oscura profundidad, y vuelvo a bracear hacia arriba, la superficie debe de estar a unos pocos metros, pero de súbito mis manos se paran, mis músculos dejan de responder, abro la boca y doy una bocanada de agua, mis pulmones se llenan mientras veo los rayos de luz atravesar el espejo del cielo, y con mis dedos rasgo esa superficie, sin poder avanzar más, quieto, incapaz, agónico, y...

...me despierto.

martes, 1 de julio de 2014

La casita blanca.

Una hoja verde se esconde tras otra más verde y más cercana a la mirada de un niño que descansa boca abajo en una colina ligeramente inclinada. La gravedad empuja una pelota vieja y descolorida hacia él, e interrumpe su contemplación del césped. 
"¡Pasa!" grita Damián desde la rama más gruesa del árbol que corona la colina. 
El niño contemplativo, bajo un sol intenso y un cielo azul lleno de nubes movedizas, se levanta perezoso, coge la pelota con las dos manos, se gira, y baja por la verde colina en dirección a las blancas casas que en conjunción forman su pueblo. 
"¡¿Dónde vas, tío?!" grita el pequeño desde la rama. "No quiero que juegues más con mi pelota." responde Javi, secamente, convencido y sin la necesidad de dar ninguna explicación extra.
"¡Ayúdame a bajar entonces, que yo solo no puedo!" 
El primer niño, con la pelota entre sus dos manos, se gira, y sin pensarlo dos veces grita "¡toma una pequeña ayudita!" y le lanza la pelota a las pequeñas piernas del otro, que cuelgan balanceándose como un un pequeño columpio para zapatillas. 
El niño recibe el golpe del balón en los pies, sus piernas se van hacia detrás y su cuerpo se precipita hacia delante. Su cabeza golpea entonces el mullido suelo verde y su cuello se dobla hacia detrás en un ángulo demasiado acentuado, casi simultáneamente se apoyan los brazos y el resto del cuerpo en el césped. Pasan un par de segundos sin que se mueva, el otro niño abre mucho los ojos y levanta las cejas, su boca forma un círculo y observa como siguen pasando los segundos y su amigo sigue sin moverse. 
Blanco como las nubes del cielo, se acerca a él, que reposa bocabajo, sin realizar ningún movimiento, y le mueve hacia un lado. 
. . .
La pelota baja la colina, acelerada por la gravedad hasta llegar a un parque en el extremo del pueblo de las casas blancas en el que una señora que se sienta en un banco junto al carrito de su hijo recién nacido la reconoce. Piensa "¿Qué hace aquí la pelota de mi hijo?" la guarda en el compartimento inferior del carrito y empieza a subir la ligera cuesta bajo un cielo que empieza a ser de un azul oscuro, ahora las nubes corren todas en la misma dirección y el viento baja la misma cuesta que bajó la pelota. La madre sube con dificultad la cuesta en busca de su primogénito. 
"¡Javi!" grita a su hijo al verle de lejos y borroso, de pie junto a su amigo Damián, que está apoyado en el tronco de un árbol "¡Bajad que está empezando a hacer mucho viento!", "¡No! ¡Espera mamá!", "He dicho que bajes si no quieres que te castigue una semana entera." grita en respuesta la madre, indignada por la desobediencia inesperada de su hijo, y con la seguridad de que sus amenazas tendrían un efecto directo se da la vuelta y baja la pendiente, pero al llegar abajo se da cuenta de que su hijo no está siguiéndole.
El tiempo ha empeorado mucho, se oyen truenos y se ven rayos lejanos en el horizonte, la madre sube de nuevo la cuesta, indignada y desesperada. Cuando llega arriba no ve a nadie. Su hijo ya no está, y su amigo Damián tampoco. Esto ya no le resulta normal, se alarma, se inquieta, mira para todos los lados bajo unas nubes grises, movedizas y estruendosas. 
De repente un rayo cae sobre el árbol que corona la cima de la colina, la madre, del susto, se cae hacia atrás y empieza a rodar hacia abajo, el carro la sigue de muy cerca. Por suerte es capaz de levantarse y coger el carrito antes de que su hijo recién nacido saliese despedido. Termina de bajar la cuesta, temblando de miedo. Abajo está Javi, solo.
"¡¿Dónde estabas?!, ¡Menudo susto que me has dado nene!", "Lo siento mamá." dice Javi mecánicamente, con la cara pálida, y la mirada perdida. Su madre le coge del brazo y bajo las primeras gotas de la lluvia le arrastra hacia su casa blanca, una casa como todas las demás, igual que la de Damián. 
. . .
La madre de Damián vuelve al parque corriendo bajo una intensa lluvia con dos barras de pan en una bolsa de tela balanceándose de un lado a otro y sube la colina para buscarle donde le dejó. Ya arriba, mira hacia todos los lados desde la sombra del tambaleante árbol, y entonces, de la nada, ve un pequeño cuerpo caer de una rama del árbol que cubría las hojas. La cara del niño se queda blanca y mirándole directamente, la cabeza no está en la posición en la que debería. Ella reconoce a su hijo. La reacción no puede ser descrita de ningún modo, sólo puede decirse que en ese momento sus ojos se abrieron más que nunca y luego se cerraron como jamás, que su boca se abrió y ya no pudo cerrarse y que cayó de rodillas, y que el grito que debió proferir nunca llegó a sonar, ya que el árbol, anteriormente dañado por el rayo, dejó caer una de sus gruesas ramas sobre ella, que con los ojos cerrados, no pudo ver como la brutal fuerza de la naturaleza aplastaba su vida. 
. . .
Y mientras tanto, en una casita blanca de aquél pueblo, la madre de Javi, con la mirada puesta en el cielo, daba las gracias a Dios, de rodillas, por haberle salvado la vida de un día tan atroz en el que casi pierde a sus dos hijos. Y Javi, pálido, con la boca semi-abierta y mirándola fijamente, sin que nadie sepa porqué, empieza a gritar y a reírse, cubriendo el sonido de los truenos con sus alaridos.